“El pasado se valida solo, sucediéndonos todo el tiempo. No hay que huir de él ni regocijarse en extrañar lo que nos fue quitando. Pase lo que pase, todo pasa al mismo tiempo”.
Siempre que escribo o pronuncio la palabra divorcio parece que lo que sigue es solo una lista de cosas negativas o razones por las que deberías tenerme lástima, acá pasa lo contrario. Por mucho tiempo llevé esta etiqueta como una carga y un motivo de pena, y ahora más que nunca me siento afortunada de haber vivido esta experiencia que, sin duda, me reinició, cambió mucho de los escenarios que concebía como inamovibles y, además, me abrió una puerta enorme para conocerme como nunca antes. Jamás me voy a asumir como una promotora de la separación (sí creo en que el amor es para siempre, aunque el mundo espere que ya no lo haga), pero de lo que sí estaré a favor es de buscar todo lo que sea necesario para no perderse y no dejar de existir. Esto es tan solo un poco de lo que he aprendido del amor, de escribir sobre bodas y de estar conmigo misma.
Comparto todo esto, simple y sencillamente, porque me parece fundamental ser transparente, sobre todo al escribir todos los días sobre historias de amor y, por supuesto, porque sé que hay hombres y mujeres por ahí que andan pasando por lo mismo y a veces también está chido tirar paro.
Igual no necesito hacer la aclaración de que nada de esto fue fácil, ¿eh? O sea no creas que un día me desperté y de repente vi el cielo más azul y escuché a los pajaritos cantar mientras veía a lo lejos un arcoiris precioso, ¡nada de eso! Con toda honestidad me quise arrancar el curita (¿la curita?) cuanto antes. Asumía que, de hacerlo rápido y sin parpadear, seguro el dolor se acabaría y podría seguir con mi vida como si nada… yeah, right! Por más que intenté hacerlo así, la realidad siempre me regresaba al punto en el que realmente estaba, en ese proceso que no se puede apresurar y que, como buena película, lo tienes que ver a detalle para entenderlo y hacer tus paces con la historia… tu historia.
Como en todo, hubo días buenos y muuuuy malos. Así nomás y sin exagerar. Claro que tuve mis momentos de no querer hacer absolutamente nada, de no pelar el celular ni contestar los mensajes o llamadas de mi familia (al ratito les cuento por qué esto último es lo PEOR que puedes hacer si estás pasando por esto). Me di mis permisos de sentir demasiado, pero también me exigí ponerle acción al plan y continuar con mi vida. Regresé a terapia y, a partir de ese momento, comencé con un trayecto (no sé si ya llegué al final o no) de comprender el dolor, la pérdida y toda esa ola de emociones que le siguen a tener que firmar un documento para aclarar que estabas casada, pero ahora ya no lo estás. Siempre que explico esto parece más sencillo pero en serio no lo es, y menos para una mujer de 26 casi 27 años a la que se le terminó su ilusión más pronto de lo pensado. Agarra la onda de que no tenía plan B, jaja.
Me prometí, desde el día uno de ser recién divorciada, que no me amargaría ni dejaría de creer en el amor. Sabía de forma muy extraña que el hecho de haber atravesado por una experiencia así no me daba el derecho de ir tachando las siguientes historias en mi vida como fracasos anticipados, sino como oportunidades claras de demostrar y dar ese amor que, sí o sí, se tiene que dar y ofrecer de forma incondicional. También me hice esa promesa para cumplir con los términos prácticos de no ponerle fin a lo que ya amaba hacer: escribir de bodas. Mi vulnerabilidad permitió (igual, de forma muy extraña) que me sintiera atrapada aún más por todo ese significado que existe detrás de la unión de dos personas, de los “sí, acepto”, de la entrega y de ese mar de sueños que se concretan a partir del matrimonio. O sea, mi divorcio hizo que escribiera mejor de bodas. Weird!
Asumí, con ayuda de la fregonería de psicóloga que tengo que, por más que quisiera empezar a correr, definitivamente tenía que ver esto como lo que era: una pérdida y un proceso. Por ahí leí (la verdad ya no me acuerdo ni en dónde ni quién lo escribió) que el sentimiento de un divorcio es similar al de la muerte de un ser querido. ¿Será? La verdad no sé. Supongo que algo de razón habrá. Sea como sea y regresando al tema que nos ocupa en este post, el punto es darle la vuelta a la situación, quedarse con lo bueno y no jugar el juego fácil de clavarse en lo negativo (esto último también me lo prometí y la neta sí lo cumplí. Yay me!). Me hice la promesa, aunque esto me tomó más tiempo, de pararle a la culpabilidad excesiva y empezar a sanar en serio, no solo en la superficie.
Aquí algo de lo mucho o poco que aprendí y he aprendido:
Lo primero fue perdonar; olvidar no, porque eso ya requiere de superpoderes fantásticos. Perdonarse a uno y perdonar al otro. No hay cómo dar el primer paso si no se cumple con esto, en serio. En mi caso me costó más trabajo hacer lo primero, pero finalmente lo hice y ¡qué bueno! Otra vez: se me hacía muy fácil quedarme en el papel de odio, amargura, tristeza y todos esos etcéteras de connotaciones negativas. Preferí rascarle a todo lo humanamente posible para quedarme y llevar de frente lo positivo de haberme casado. Y, ¿te cuento algo? La neta me divorcié de un buen tipo. Agradezco eso.
Lo segundo fue responsabilizarme. ¡Ojo! Responsabilizar y no culpabilizar. Hacerme cargo de las cosas que me correspondían, entender qué me llevó a tomar todas y cada una de mis decisiones en esos dos años de matrimonio (por cierto, nunca juzguen el tiempo de casados de una pareja. Cada quien su historia, cada quien su vida), saber cuál era mi nivel de consciencia, qué permití que sucediera y qué era lo que jamás debía dejar que volviera a suceder. Ver las cosas a detalle y aprender a confiar en las respuestas de uno mismo. Si veo para atrás, claro que no tengo nada que ver con la escuincla de 24 años que andaba con su vestidote de novia en la iglesia. Ya con los 30 y el viejazo una empieza a ver la vida de forma distinta (no sé si mejor, solo de forma distinta).
Lo tercero fue hablarlo. Por allá arriba te conté que me escondí del mundo y no le compartí nada a nadie. De eso sí me arrepiento. Tomé la mala decisión de echarme casi todo el proceso sola y con la idea de que no necesitaba ayuda externa para hacerlo más llevadero, ¡muy mal! A veces no entendía porqué mi familia no cachaba por lo que estaba pasando, luego vi de forma clara que el rollo era mío por creer que haberme divorciado me iba a condenar y no era merecedora de entendimiento. Estuvo muy heavy, pero fue la realidad. Ser transparente es la mejor decisión que puedes tomar si estás en este camino tan extraño.
Lo cuarto fue reiniciarme. ¡Ufff! Este fue el paso más cañón y magnífico que he tenido (y sigo teniendo). La aventura de volver a estar en contacto solo contigo, de entender lo que piensas, lo que te gusta, lo que amas y te desagrada es brutal. Yo me perdí por completo mientras estuve casada, a tal grado que ya ni siquiera sabía qué o cómo debía apreciar una película, una exposición o hasta una plática casual. Recuerdo que lo primero que me dije la primera noche que dormí sola fue: “¿quién eres?” (esto es real. Sí tuve mi escena de película en el baño de un hotel y frente a un espejo). No me reconocí, y aunque eso me dio mucho miedo en el momento, también fue la oportunidad perfecta para resetear el cuerpo y la mente. Encontrar seguridad en todo lo que soy, lo que pienso, lo que entiendo y deseo es uno de los mejores regalos que me dejó haberme divorciado.
Lo quinto fue amarme, pero bien. La aventura de vivir sola fue eso… una aventura. Hacerme cargo de mí, pasar mis tiempos conmigo misma, tenerme como única compañía, entenderme en el silencio y ser mi mejor aliada. Una ola de amor propio fue lo que me llegó y me ha llegado con el tiempo. De pronto vi con más claridad que 1) no necesitaba a nadie para ser feliz, 2) me caía extremadamente bien y 3) sí la armaba bien en el adulting #foreveralone. Cuidarme, quererme y tenerme como prioridad ha sido otra de las lecciones de amor más cañonas que me dejó la separación. Aunque la verdad también disfruté cañón el rol de esposa. It was fun!
Lo sexto fue amar aunque hubiera miedo. Nunca me cerré a la oportunidad de abrir mi corazón y de querer, aunque a veces el proceso fuera un poco tenebroso por la incertidumbre. Dar cariño de forma incondicional es de lo mejor que tenemos como seres humanos y con frecuencia nos detenemos por el pavor que le tenemos a la entrega o a que algo no salga tal y como lo esperamos. Por supuesto que tampoco he dejado de lado la ilusión de volver a casarme, de tener una familia y de encontrar un compañero para hacer camino juntos. Contrario a lo que se podría pensar, la conclusión desde aquellos ayeres fue que mi amor nunca iba a ser condicionado, sino libre y entregado sin tantas expectativas o reglas de por medio.
Lo séptimo fue quitarme la pena y la carga. Por mucho tiempo pensé, como ya escribí antes, que esta iba a ser mi condena. Me daba mucha pena admitir que me había divorciado por temor a lo que la gente iba a pensar de mí (aunque sí me tocaron personas que, en su limitación, dudaron de mi capacidad para seguir escribiendo de bodas, jaja), y por evitarme la cara de lástima que a veces era inevitable. Un buen día, después de terapia, me di cuenta de que al ver el proceso como lo que era, también había llegado el momento de encontrarle un propósito. Nunca he sabido si mi historia le sirve o le servirá a alguien, pero sí tuve claro que debía echarla al mundo para que me ayudara por lo menos a mí. La mejor decisión de mi vida.
Cuatro años después el camino sigue, pero los escenarios ya son muy diferentes. Uno cambia de consciencia y está bien vivir de forma tan IN YOUR FACE que las fallas o errores conducen a las lecciones de vida más fundamentales. He pasado por mucho en mis 31 años de vida, pero esta ha sido una de las experiencias más dolorosas y enriquecedoras que he tenido por mucho, por eso ahora la disfruto, la vivo, la platico, la comparto, me río de ella y la llevo conmigo de forma personal y positiva.
Siempre he dicho que yo era de las que pensaba que esto nunca en la vida me iba a pasar a mí, y hoy entiendo que si de algo he aprendido es, precisamente, de la sorpresa que trae consigo dar el paso y caer sin paracaídas. ¿Me da miedo volver a pasar por la misma experiencia? ¡Claro! Pero no por ello me he negado a abrir mi corazón y darle todo a quien tenga frente a mí. Hoy más que nunca disfruto y entiendo la bendición tan grande que surge de querer bien, con todo lo que uno es. Borrar las etiquetas y empezar de cero, no definir cada paso con base en el pasado, sino encontrar nuevas formas de entender la vida a partir de las ilusiones que nunca deben dejar de nacer.
Darse a uno mismo, con esas limitaciones que son tan propias y esa imperfección que nadie nos quita. Pero nunca esconderse, ni siquiera cuando duela. Hacer de abrir el corazón el mejor workout para entender la vida, el dolor, los procesos, lo bueno y lo malo. Entender que la vida es eso: vivirla; a veces con riesgo, a veces con dudas, a veces a la brava. Pero vivirla, llevando todo el amor que tenemos por delante. Y sí, cuidando el corazón, pero tampoco sellándolo o encerrándolo.
Y amar, porque esa decisión siempre debe estar presente en cada momento y cada paso que uno da: al iniciar una relación, en los problemas, en los breakups, en el matrimonio y en el divorcio. Quererse a uno y querer al otro (sorry, aquí ya entré en terreno mocho). Que te duela, que le sufras, sí, pero que le sigas. Que no te definas por lo que ya fue, sino por todo lo que se te va a cruzar en el camino para seguir trabajándote y construyéndote. Ver por ti y no olvidarte de tu existencia solo para hacer que el otro exista de más. Tenerte en la mira y nunca dejarte de ver hacia adentro y también por fuera.
Escribir de esto es una celebración para mí. Al ser una persona de aniversarios, a veces me sirve hacer pausa, ver un poquito hacia atrás y recorrer el camino para darme cuenta hasta dónde he llegado.
¿La neta la neta? Sí la ando armando chido. Y seguro tú también.
Conclusión: quiere y quiere bien.