Cuando tenía 24 años me fui a Barcelona a estudiar periodismo y realmente disfrutaba escribir mis anécdotas: desde mi llegada a un País nuevo, la búsqueda de piso, la aplicación a los exámenes, el robo del que fui víctima en la estación de trenes, el intento fallido de ir a ver al Real Madrid (gracias a las pocas habilidades sociales de mi “roomie”), hasta mi regreso forzado a México. 

Justo en ese momento, (Julio 2009) dejé de escribir y no lo había vuelto a hacer hasta ahora… Y  aquí estoy: forzada a recuperar la inspiración para ello. 

Es la segunda vez, en pandemia, que tengo que buscarla. Porque no solo para hacer bodas se necesita estar inspirado, también para vivir bonito y para emprender nuevos proyectos (situación necesaria cuando eres “Wedding planner” y todo tu trabajo quedó suspendido o cancelado hasta nuevo aviso).

Para mí estar encerrada es muy difícil. Soy “pata de perro”, amante de los viajes, las fiestas, las bodas destino, el teatro, los conciertos y las comidas con amigos. En todo eso, yo encontraba inspiración tanto para vivir, como para mis bodas y eventos.

Así que durante las primeras semanas de este “descanso obligatorio” estuve sola en mi departamento, afligida, melancólica y sin inspiración… Las paredes blancas de mi habitación no me decían nada. Las reuniones por zoom me parecían absurdas y sin sentido. Prefería hablar con mis plantas: Álvaro y Gertrudis. 

Después de pensarlo durante varios días decidí aventurarme y tomar la oportunidad que se me había presentado de vivir el encierro en libertad. Me fui dos meses a residir en  Jalcomulco, Veracruz. Un pueblito cerca de Xalapa, famoso por ser un paraíso para practicar deportes extremos. Rodeada de vegetación y vida silvestre. 

No fue una decisión fácil. Primero, porque iba a dejar todo lo que para mí implicaba comodidad y seguridad en un momento de tanta incertidumbre; segundo, porque tenía que tomar un ADO para desplazarme y evidentemente pondría en riesgo mi salud (viajé como si fuera a asaltar el bus: gorra, lentes, guantes, sudadera con capucha y bote de Lysol); y tercero, porque ¿qué hacía yo en un pueblo?  ¡Yo tan de ciudad!

Esta pausa me obligó a convivir con bichos, plantas y hasta alimentos que jamás había probado. Algunos, un gran descubrimiento, otros que no quisiera volver a ver o probar. Me refiero tanto a los bichos, como a la comida. Pero también volví a gozar del espectáculo que es ver luciérnagas, pasé noches de luna llena a la orilla de un río y atardeceres color magenta. Disfrute de comidas cosechadas por mis propias manos y comí los mejores mangos de la historia.

Y al final de esos dos meses me convertí en “Güera de rancho” y lo más valioso fue que aprendí a disfrutar y a inspirarme en lo más básico y lo más obvio: la madre Tierra. 

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